miércoles, 16 de abril de 2008

DESPLAZAMIENTO DE LOS POLOS EN LA TIERRA

¿Qué había sucedido? El núcleo de hierro de la Tierra se comporta como una dínamo. Debido a las partículas que cayeron sobre él, este entró en cortocircuito y se detuvo; entonces, la capa exterior de la Tierra (la litosfera) giró alrededor de una capa de hierro de consistencia viscosa y se desconectó, y el cimbronazo que sufrió la Tierra también afectó la astenosfera. La litosfera que se encuentra encima de esta, siendo la capa más delgada de la Tierra y sobre la cual depende toda la vida, se quebró. El peso del hielo que se encontraba sobre la Atlántida —que había estado creciendo por más de 11.000 años hasta alcanzar una increíble masa— puso en movimiento la capa exterior de la Tierra. Al rajarse, romperse y temblar, esta capa comenzó a tener vida propia. La Tierra siguió sacudiéndose de manera continuada y nuestro solitario observador de Nueva York fue arrojado en todas direcciones. Luego, la torre se quebró en su base y lentamente comenzó a derrumbarse. En apenas unos segundos, sólo quedaban las ruinas del edificio que había tenido cientos de metros de altura. Durante su caída al vacío, nuestro hombre vio cómo se formaba una fisura gigantesca en la calle donde iría a caer; era como si hubiese empezado Armagedón. Las casas se venían abajo y se hundían en insondables profundidades.

Las carreteras construidas de concreto y asfalto se partían por largas distancias, y los puentes se derrumbaban sobre las aguas arremolinadas debajo de ellos. La gente desaparecía repentinamente en las grietas que se formaban a sus pies y todo aquel que no se encontraba en un barco o arriba en la montaña, quedaba atrapado; de hecho, no había ningún lugar seguro. Los escaladores del Monte Everest, pertene­ciente a los Himalayas, y que es una cadena montañosa que se formó durante el anterior corrimiento de los polos, eran arrojados cual plumas al aire desde la montaña temblorosa, quedando sepultados bajo las avalanchas. Entonces, la montaña se abrió en dos y se derrumbó. Fin del ascenso. En Hollywood, las casas paradisíacas de las estrellas de cine se deslizaron hacia el océano, a una asombrosa velocidad. El cuento de hadas había concluido, sin que importara ya cuan famosos habían sido. Debajo de Disneylan­dia, la tierra se convirtió en algo parecido a las arenas movedizas. Los juegos y las atracciones, disfrutadas por cientos de millones de personas, se partieron, se desploma­ron y se hundieron en el terreno pantanoso que emergía.

En Londres, el famoso Puente de la Torre también colapso, al que le siguió la ciudad entera, como si fuera un castillo de naipes. Pronto, el corazón financiero quedó en ruinas y nada pudo preservarse del hermoso distrito de compras. Las cañerías de agua explotaron, las de gas arrojaron su contenido, las estaciones de servicio se desgajaron y nublaron la atmósfera. Era el caos, el supremo caos. Un delirante pánico se apoderó de los sobrevivientes. No había escapatoria. Las ciudades, al derrumbarse, quedaron en ruinas, y el sonido de los llantos y gemidos de las personas heridas, podía oírse por todas partes. Si todos los muertos se hubieran quejado juntos, el sonido hubiese sido ensordecedor.

El suelo tembló. En otros lugares se revolvió como un mar embravecido, y no sólo por un segundo, sino por varios minutos; parecía que iba a durar para siempre. Se estaba anunciando una tragedia de incalculables proporciones. La Tierra seguía temblando y sacudiéndose. Era una calamidad indescriptible. Castillos maravillosos se partían y derrumbaban, quedando sólo las ruinas. No había nada que pudiera soportar esta naturaleza que se había vuelto loca. Por un minuto, la Torre Eiffel pareció resistir; se balanceaba de un lado al otro y luego encontraba nuevamente su equilibrio, hasta que uno de sus principales pilares se hundió y el poderoso esqueleto de hierro se derrumbó completamente. En París, nada era igual a lo que había sido hasta el día anterior. La festiva iluminación se apagó, el Arco de Triunfo se vino abajo, los puentes sobre el río Sena desaparecieron, el Museo del Louvre, donde se guardaba el zodíaco de Dendera, resistió apenas un momento.

En resumen, con cada temblor, París se deshacía más y más. En el interior de la Tierra, las grandes masas de piedra seguían rompiéndose sin parar y las extensiones rocosas se deslizaban, cubriendo áreas ya destruidas. Este fenómeno causaba un incesante temblor y sacudón de la corteza terrestre y no iba a detenerse rápidamente, porque ahora, toda la Tierra estaba en movimiento. En el mundo entero, los sismógrafos saltaban hasta el techo. Eran utilizados para medir la fuerza de los terremotos y podían registrar los temblores a grandes distancias, debido a que los temblores de los grandes terremotos provocan ondas que penetran en todas las capas de la Tierra y viajan sobre su superficie; en EE.UU. o Europa se registra cada temblor... hasta ahora. Las incesantes series de imponentes terremotos causaron una permanente disfunción de los instrumentos; pero esto no representó una gran pérdida, dado que la mayoría de la gente que los usaba murió en uno de los maremotos.

No obstante, la catástrofe no había terminado. Volcanes de miles de años retoma­ron su actividad. Lo que una vez sucedió en la Atlántida, se repetía aquí y ahora. Con fuerza abrumadora, docenas, miles de volcanes entraron en erupción a cortos intervalos y podían oírse a kilómetros de distancia. Miles de kilómetros cúbicos de roca y enormes cantidades de ceniza y polvo fueron arrojados a las capas superiores de la atmósfera. Un fuego infernal, peor que el peor de los infiernos, salió disparado por la boca de los volcanes y lava hirviente expulsada desde las montañas, destruía todo a su paso. Los pocos gorilas que quedaron en el mundo conocieron ahora su trágica suerte. Por miles de años, habían llevado una vida pacífica en las altas montañas de África y ahora la tierra se sacudía peligrosamente. Con un enceguecido pánico trataron de escapar; entonces, Némesis, diosa de la venganza, hizo su trabajo. Debido a la fragmentación de las capas terrestres, la roca se hizo fluida; normalmente, se mantiene sólida por la presión de las capas superiores, pero como estas se habían abierto, las rocas se derritieron con rapidez. Pronto, la presión interior fue tan alta que buscó una vía de escape a través de las capas superiores. Las piedras y rocas superiores fueron empujadas y se derritieron. El “corcho” voló y toneladas de lava se esparcieron por los aires. Aterrorizados, los gorilas miraron hacia arriba y luego, desde el cielo, cayó una lluvia de fuego sobre ellos. Los gases venenosos, las brasas, el barro hirviendo y las cenizas no les dejaron salida a los animales. Lo peor de todo son las cálidas nubes de gases, pues en apenas unos pocos minutos, estas cubren kilómetros de distancia y se hace imposible la respiración, dado que no hay suficiente oxígeno. La temperatura de los gases es tan elevada que hasta pueden provocar fatales quemaduras, si es que todavía uno sigue vivo. Cuando la nube se retira vuelve el oxígeno, y prácticamente todos los árboles, plantas y casas, entre otros, arden en llamas, y como si eso no fuera suficiente, llega la lava y lo cubre todo.

Ese fue el fin de los gorilas. Hace casi 12.000 años, durante el desastre anterior, los mamuts, los tigres con colmillos de sables, los toxodontes (mamíferos de América del Sur) y docenas de otras especies, se extinguieron. Ahora le tocaba el turno a los simios y muchos otros animales exóticos, cuya existencia conoce el hombre por su presencia en los zoológicos. El aire estaba cargado con los quejidos de estas criaturas, amenazadas por una completa extinción. Veían imágenes fantasmales de la catástrofe anterior, como si hubieran retrocedido en el tiempo. Hace miles de años, en otra enorme erupción, un grupo entero de mastodontes quedó enterrado bajo la ceniza volcánica. Cuando fueron descubiertos en el valle de San Pedro, aún permanecían parados; lo que pasó entonces fue asombroso, pero pertenecía a un pasado olvidado. Lo que ahora estaba aconteciendo era la pura realidad: la actividad volcánica con un efecto destructivo sobre la vida animal y vegetal, y no sólo localmente sino a escala mundial. Las nubes de cenizas oscurecieron el cielo, como si el mundo hubiese ingresado en una era de oscuridad. Eso era cierto, porque esta violencia de la naturaleza no sólo mató toda la vida en muchas regiones, sino que también asoló las comarcas inhabitables. Si bien las personas y los animales trataron de escapar, la Tierra seguía temblando, sacudiéndose y arrojando fuego; era algo increíblemente traumático y aquellos que lograron sobrevivir lo recorda­rían para siempre. Por generaciones, esta descomunal catástrofe iba a convertirse en el tema de conversación, a causa del devastador daño producido. Durante el anterior desplazamiento de los polos, una gran parte de Perú se elevó desde las profundidades. Bellamy sostuvo que, en los tiempos geológicos recientes, toda la cordillera surgió violentamente; en la obra The Path of the Pole [La senda del Polo] aparece una de sus citas:
Sobre la base de la evidencia paleontológica e hidrológica, yo afirmo que todo se ha elevado. La asombrosa confirmación de la inmensidad de estas elevaciones está representada por las antiguas terrazas de piedra empleadas para la agricultura, alrededor de la cuenca del Titicaca. Estas estructuras pertenecientes a alguna civilización de otros tiempos, se encuentran a enormes altitudes, para soportar el crecimiento de los cultivos para los cuales fueron construidas originalmente. Algunas se elevan a 15.000 pies sobre el nivel del mar, o cerca de 2.500 pies sobre las ruinas de Tiahuanaco, y en el Monte Illimani se encuentran a 18.400 pies sobre el nivel del mar; es decir, por encima de la línea de las nieves eternas.

Luego de este levantamiento, nació un gran lago artificial de agua salada, el Lago Titicaca. Incluso ahora, los peces y crustáceos parecen animales de aguas saladas, más que especies de agua dulce. En un tiempo no demasiado lejano, van a reunirse con los de su género nuevamente.
En el año 2.012, el lago comenzó a descender, lo cual acarreó un enorme y traumático cambio. Hace algunas horas, todavía estaba a 3.800 metros sobre el nivel del mar y en menos de tres horas, ya se encontraba a menos de 2.000 metros. Los millones de crustáceos fósiles experimentaron de nuevo su anterior hora de la muerte. Las olas gigantescas empezaron a asolar el lago que una vez fue tranquilo. La silvestre belleza desértica se convirtió en la sepultura de navegantes y pescadores; el lago más grande que la humanidad había conocido, estaba llegando a su fin.

La furia de los dioses aparentemente se calmó un poco, pues el incesante temblor disminuyó y los volcanes dejaron de arrojar sus interiores al aire. Mientras tanto, los cielos ya habían empezado a moverse; allí donde brillaba el Sol, parecía que él mismo había perdido su curso. Ese era el castigo porque los sacerdotes de Machu Picchu ya no hacían su ritual sagrado. Ellos solían atar una soga a un gran pilar de piedra para “guiar” al Sol por el cielo y para evitar que se saliera de su curso. Este “Intihuatana” o ritual de la “estaca para atar al Sol” dejó de realizarse por siglos. El dios del Sol ahora se vengaba abandonando su rumbo y provocando muerte y destrucción. En Stonehenge, se había reunido un grupo de videntes para hacer el intento de que el Sol retomara su ruta, pero sin éxito alguno. La ira del Sol era demasiado feroz, después de tantos siglos sin ofrendas ni rituales.

Los griegos habían descrito esta destrucción en una versión mítica. Faetón, el hijo del Sol, fue encargado de conducir el carruaje de su padre, pero no pudo mantenerlo en su curso habitual. En la Tierra, comenzaron los incendios, a causa de este cambio de ruta. Para salvar a la humanidad, Zeus decidió matar a su hijo; con ese propósito dejó caer un rayo en dirección a este, con el resultado esperado. Como el incendio aún ardía en la nueva senda, envió una ola gigantesca para extinguir el fuego. En el libro hebreo de Henoch, Noé gritó con amarga voz: “Dime qué está sucediendo con la Tierra, ahora que la están flagelando y sacudiendo tanto...”
Eso es exactamente lo que se preguntaban los japoneses. Tokio se había derrumba­do; islas enteras habían desaparecido bajo el mar y la lava corría en torrentes sobre los arrozales, su fin se aproximaba, de eso no cabía duda. Así como la Atlántida, una vez desapareció completamente, su tierra también iba a hundirse bajo las aguas. Una vez más, el Sol hacía un extraño movimiento en el cielo y la Tierra del Sol Naciente se hundía también cada vez más profundamente, como si el océano la tragara. El agua salada penetró por la capital, la rodeó y siguió subiendo. Aquí, el Sol ya no nacería más. Si hubieran estudiado el calendario maya, tal vez hubiesen podido escapar de la furiosa locura de la naturaleza, como alguna vez lo hicieron los atlantes. Pero ¿qué tecnócrata, sólo interesado en computadoras, chips y otros productos para la sociedad de consumo, hubiera permitido que ese pensamiento siquiera cruzase su mente? Ahora era demasiado tarde y el ciclo actual del Sol terminaría en la destrucción del mundo entero.

4 Ahau 3 Kankin: 21-22 de diciembre de 2012: Uno sólo tenía que mirar a su alrededor para darse cuenta y ver el poder de este antiguo oráculo. Como resultado del desastre cósmico del Sol, se produjo un terrible desastre geológico sobre la Tierra, el mayor de todos los tiempos; por cierto, el más grande de Japón, que desapareció para siempre en las furiosas aguas.
En Egipto, las pirámides de Giza —erigidas a imagen de la constelación de Orión— habían soportado la violencia bastante bien hasta ahora, gracias a su construcción superior. Los antiguos maestros constructores tuvieron la inteligencia de crear algo que iba a perdurar en el tiempo lo más posible. Si esta civilización no lograba decodificar su mensaje, entonces, tal vez, la próxima lo haría. De ahí el estado bastante bueno de las pirámides después de una serie de terremotos. También sus similares en América del Sur, portadoras del mensaje de destrucción, permanecían de pie. Más tarde, los astrónomos podrían descubrir todavía que Orión es un vínculo importante para develar los códigos de destrucción de la Tierra, en caso de que volviese a ser necesario. Ese es el último interrogante.

La población mundial se estaba diezmando a una velocidad inigualada; ni siquiera una guerra nuclear podría llegar a ser más fatal. Aun con los cientos de millones de computadoras que el hombre moderno había logrado construir, no podía lograr que una computadora calculara el final del mundo. Sin embargo, hace más de 14.000 años, los sacerdotes de la Atlántida sí fueron capaces de hacerlo. Los conocimientos perdidos, ahora temblaban y se sacudían, pero estaban firmes contra las poderosas olas de la Tierra. Era como si los sumos sacerdotes quisieran resguardar su creación maestra, como si hubieran querido decir: “Protejan esos lugares sagrados, no destruyan la resurrección de Orión, dejen que sea más fuerte que la violencia de la naturaleza”.

Y así sucedió. El daño fue escaso, como si los dioses lo hubiesen determinado, mientras todo lo demás en el mundo colapsaba. Si pudiera ver el desastre desde una nave espacial, el panorama sería mucho más claro. La Tierra se había movido y había sido desplazada de su eje. Allí donde alguna vez estuvieron los polos, ahora había otras regiones. Los estadounidenses y canadienses se aterrarían si pudieran ver que su mundo era arrastrado hacia el lugar donde antes se encontraba el polo. No había cómo detenerlo. Canadá y EE.UU. iban a desaparecer bajo el hielo polar como sucedió antes, hace 12.000 años. En Navidad, la ciudad de Nueva York —corazón financiero de la sociedad de consumo que había escalado hasta la cima—, ahora iba a quedar enterrada bajo una gruesa capa de hielo y su clima sería extremadamente frío, frío polar. Si se realizaran excavaciones en miles de años, se descubrirían millares de cadáveres humanos y de animales, porque se habrían congelado para siempre, a causa del súbito desplaza­miento del eje de la Tierra.

En el lado opuesto del mundo, el otrora Polo Sur se había movido hacia un clima más moderado. A causa del intenso calor generado por las erupciones solares, grandes porciones de hielo comenzaron a derretirse. La Atlántida iba a emerger otra vez, cuando el enorme poder de la masa de hielo desapareciera. La predicción del clarividente Edgar Cayce (ver The Mayan Prophecies [Las profecías mayas] y otro textos), referida a que la ciencia de la Atlántida iba a ser redescubierta, se había vuelto realidad, y ahora sus otras predicciones también demostraban ser correctas: “No mucho tiempo después del descubrimiento de los secretos de la caída de la Atlántida, los polos de la Tierra se revertirán y se producirá un deslizamiento de la corteza terrestre en las áreas polares, estimulando las erupciones volcánicas. En la parte occidental de EE.UU., la tierra se abrirá y desaparecerá bajo el casquete polar, y la parte superior de Europa cambiará de un solo golpe”.

Y eso estaba sucediendo ahora. Áreas enteras sufrieron un drástico cambio en el clima en apenas unas pocas horas; era el escenario de un completo juicio final para enormes grupos de poblaciones y animales. Los osos polares y los pingüinos tal vez logren sobrevivir, pues ellos pueden nadar y adaptarse a los cambios de la temperatura, de fría a cálida. Quizás, ellos se originaron en un anterior corrimiento de los polos y se vieron forzados a adaptarse después de haber sido arrojados de un clima cálido a uno frío. En esta ocasión, eso ya no será necesario, pues hallarán su camino hacia nuevos polos. Los estadounidenses ahora iban a darse cuenta de por qué su tierra estaba tan poco poblada apenas unos cientos de años. Después del último desplazamiento, el hielo debió derretirse y sólo entonces, se hizo posible el crecimiento de la vegetación. Por supuesto, esto tardó unos miles de años. Entonces, los animales pudieron reproducirse sin ser perturbados. Dado que las personas emigraron más tarde, la mayor parte del país permaneció deshabitada. Hubiera sido mejor que permaneciese de ese modo. Sumamen­te sorprendidos, los norteamericanos sobrevivientes iban a ver su tierra deslizarse hacia el Polo. Su tierra iba a desaparecer casi por completo e iban a comenzar a darse cuenta cuando sintieran las primeras oleadas de frío. El dólar —que alguna vez fue todopodero­so—, ahora llegaría a su fin para siempre, congelado a cincuenta grados bajo cero y cubierto de colosales cantidades de hielo. Dentro de cientos de años, ya nadie hablaría del dólar, del índice Dow Jones, del precio del oro, la plata y los metales preciosos, la crisis del petróleo, etc. terminaría para siempre, así como el mundo de la Siberia de repente llegó a su fin durante el deslizamiento anterior. En aquel tiempo, Siberia tenía un clima moderado, pero en pocas horas, de pronto se tornó intensamente frío. Como consecuencia de ello, grandes cantidades de mamuts murieron en forma súbita; el deceso llegó tan rápido, que ni siquiera habían digerido las plantas que habían comido. Incluso en la actualidad, se pueden hallar flores y pastos en buen estado dentro de sus estómagos. Richard Lydekker escribe en Smithsonian Reports [Informes smithsonianos] (1899):

En muchas instancias, como es sabido, se han hallado carcasas enteras de mamuts enterradas, con la piel y los pelos conservados, y la carne tan fresca como las de las ovejas congeladas de Nueva Zelanda en la cámara frigorífica de un barco carguero. Y los perros que arrastran trineos, al igual que los yakuts, a menudo se han procurado una suculenta comida con la carne de mamut, que tiene miles de años de antigüedad. En circunstancias como estas, es evidente que los mamuts deben haber quedado enterrados y congelados casi inmediatamente después de su muerte, pero como la mayoría de los colmillos parecen encontrarse de manera aislada, a menudo apilados unos encima de otros, es probable que comúnmente las carcasas se rompieran al ser arrastradas por los ríos, antes de llegar a sus tumbas finales. Incluso entonces, el entierro o, al menos el congelamiento, debe haber sido relativamente rápido, ya que la exposición en su condición normal hubiera deteriorado acelerada­mente la calidad de su marfil.

De qué manera pudieron los mamuts existir en una región donde sus restos se congelaron tan rápidamente, y cómo esas grandes cantidades se acumularon en puntos determinados, son interrogantes que en el presente no parecen poder responderse de manera satisfactoria.
Los norteamericanos obtuvieron su respuesta ahora. De un clima suave y benigno, EE.UU. y Canadá se convirtieron en tierras de hielo y nieve; para las regiones del norte fue lo peor. La nueva ubicación de Montreal, ahora no estaba lejos del centro del nuevo Polo. Sin electricidad, la gente se congelaba y moría rápidamente y esto le iba a pasar a cientos de millones de personas, en los que alguna vez habían sido los polos económicos del poder. Su carne no se pudriría y, en miles de años, podrían realizarse horrorosos descubrimientos. También se preguntarían: “¿Por qué esta inteligente civilización no pudo ver lo que se avecinaba? Si ellos antes habían conseguido que una nación entera escapase del desastre, entonces, ¿por qué no lo habían hecho ahora?” Preguntas, miles de preguntas tratando de comprender esta catástrofe para la humanidad. No iban a hallar respuesta, o deberían empezar a buscarla en los intereses comerciales, el escepticismo, la falta de comprensión de antiguos códigos, la todopoderosa creencia en el dólar, etc.

El siguiente pasaje, que ilustra de una manera notable la edad excepcional de los documentos egipcios (Berlitz, 1984), ahora se hace realidad:
“... uno de los sacerdotes, de muy avanzada edad, dijo: “¡Oh, Solón, Solón, vosotros, helenos, sois sólo niños, y nunca habrá un anciano que sea heleno!”.
Cuando Solón oyó esto, dijo: “¿Qué queréis decir?” “Quiero decir”, respondió, “que mentalmente sois todos jóvenes y que la tradición antigua no os ha transmitido ni criterio ni pátina de sabiduría. Y yo explicaré la razón de esto: debido a varias causas, se han producido muchas destrucciones de la humanidad, y sucederá otra vez”.

22 de diciembre de 2012. Mientras la Tierra temblaba y se sacudía y el cielo se encendía, estas palabras acudieron a las mentes de los que todavía estaban vivos. El sacerdote egipcio había enfatizado hace 2.500 años, que esta civilización poseía descripciones de importantes acontecimientos: 'Todo lo que se ha escrito en el pasado... está guardado en nuestros templos... Cuando el arroyo baje desde los cielos como una pestilencia y deje sólo a aquellos entre vosotros, que no tienen cultura ni educación... deberéis empezar de nuevo como niños que no saben nada de lo que sucedió en los tiempos de la antigüedad”.

Frank Hoffer, en la obra The Lost Americans [Los americanos perdidos], brinda una vivida imagen de las consecuencias de la catástrofe anterior, cuando se destruyó la Atlántida:
Los sombríos agujeros de Alaska están llenos de evidencia de una completa muerte... imagen de un súbito fin... Mamuts y bisontes fueron estrujados, destrozados, como por una mano cósmica en un acto de ira divina. En muchos lugares, la fangosa manta de Alaska está repleta de huesos de animales y de grandes cantidades de otros restos... mamuts, mastodontes, bisontes, caballos, lobos, osos y leones... Un mundo animal entero... en medio de una catástrofe... fue súbitamente destruido.

Un cataclismo similar se estaba produciendo ahora. Millones de animales murieron y sus esqueletos irían a cubrir el fondo del mar por miles de años. La isla Llakov, en la costa de Siberia, de hecho, está construida con millones de esqueletos que aún permanecen en buenas condiciones debido a las bajísimas temperaturas. Pero ni siquiera los peces van a sobrevivir. Cerca de Santa Bárbara, en California, el Instituto Geológico de los Estados Unidos ha descubierto un lecho de peces petrificados en el anterior fondo del mar, donde se estima que más de mil millones de peces hallaron su muerte por una masiva ola gigantesca.








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